Un caballo amarillo - Ednodio Quintero
Si yo soñara que soy
algo más que un caballo amarillo: despojado de resabios y relinchos, reducido a
la infeliz condición de bípedo pensante, enfilaría mis pasos rumbo a la ciudad
más cercana, aquella que se vislumbra allá en el extremo sur de la llanura, y
en la cual afloran altas chimeneas oscuras manchando de hollín el cielo sin
nubes de esta mañana de septiembre.
Me confundo entre la
multitud sudorosa que sale del estadio. A empujones y codazos logro abordar un
destartalado autobús repleto de escolares macilentos y ancianas desdentadas. A
través de la ventanilla contemplo el desfile de árboles raquíticos que bordean
la avenida. Un desconocido de rostro patibulario se me acerca sonriendo y me da
una feroz patada en la espinilla. En silencio lo maldigo mientras me retuerzo
como un gusano fulminado por un rayo de sol.
Desciendo en la
esquina del mercado y me envuelve el olor a pescado podrido mezclado al vaho
que asciende del fondo de las alcantarillas. Las moscas oscurecen el aire, y
una rata asoma el hocico desde el bolsillo del saco de un mendigo ciego. Más
allá, sentada en el umbral de una puerta rosada, una anciana prostituta se
asolea las rodillas. Siento hambre, escarbo inútilmente en mi faltriquera, y me
alejo poco a poco sin darme cuenta del sosegado ritmo de mis pasos.
Por un rato ando
extraviado entre el humo de las fábricas, el ruido de los autos, el bullicio de
los chicos que juegan al fútbol, las piernas rollizas de una mujer alta y rubia
que arrastra un perro de pelaje oscuro. Y un viejo amigo que me saluda
llorando. Otra vez escapo y creo refugiarme en la silenciosa intimidad de una
iglesia. Me aturde la voz afeminada e irritante de un joven sacerdote, ojos
azules y mejillas recién rasuradas, que agita un cristo con cara de perro
regañado y vocifera en un idioma extraño, mezcla de latín; sánscrito y arekuna.
Me escurro sigilosamente y vomito en la acera.
Casi sin interrupción
me veo ahora sentado en un sofá, en la sala de unos parientes idiotas. Celebran
mi visita con cuchicheos y sonrisas sesgadas. Me ofrecen café o té o limonada.
Revolotean a mi alrededor como pájaros bobos. Recuerdan a la abuela asesinada
durante una fiesta de carnaval de los años cincuenta y a la tía Margarita
atacada de sarna perruna. Asqueado me despido, y con el golpe de la puerta
comienzan, por tumo, torpemente, a enterrarme en la espalda los puñales que
ocultaban entre sus vestiduras.
Afuera la tarde es
una flor anaranjada desgajándose lentamente. Las puntas de mis zapatos mellados
señalan el camino de regreso. Me resisto a pensar. Mi cerebro es una cueva
blanquecina, limpia y desolada, en la que, a intervalos muy breves, se desliza
una sombra. Apenas una sombra y el obstinado revolcarse del viento entre los
árboles. Tarareo una melodía triste y desafinada, y desciendo por el callejón
pateando una lata de cerveza.
Al llegar a mi casa
me aguardan los gritos de mi mujer y el llanto de nuestros hijos. Mi mujer ha
enflaquecido y los senos le cuelgan como una piltrafa. Los chicos tienen
hambre. Patalean y me saltan encima y se me suben por todas partes como
hormigas. Me derriban, aúllan y pisotean mi cuerpo fatigado. Entonces me
despierto y libre ya de pesadillas me afinco en mis patas traseras, de un salto
me levanto, relincho de contento, galopo y el viento sacude mis crines
amarillas.
Es una pesadilla ser ser humano...¿es esto lo que refleja Ednoio?
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