miércoles, 26 de agosto de 2015

LA NIÑA Y EL ARCO IRIS - Judith Restrepo

LA NIÑA Y EL ARCO IRIS


   Había una vez, una pequeña y graciosa niña llamada Margarita, vivía en el campo, junto a su familia, en una casa de techos color azul celeste, la cual se divisaba desde muy lejos, por lo que ías gentes de las veredas vecinas, solían llamarle el chalet azul.
Aunque a ella le agradaba mucho el campo, estudiaba en un colegio en la ciudad; Margaret había tenido muchas experiencias con el entorno en el que vivía, pero esta historia, sobrepasaba todo.
Sucedió una tarde plomiza de Abril, en que su mamá la envió a recoger pequeñas cerecitas silvestres, para elaborar un trabajo de manualidades de la escuela. La niña empezó su labor, eligiendo cerecitas rojas y verdes, que estaban tiradas en el suelo, de pronto la niña levanta !a vista y ¡oh sorpresa!, UN HERMOSO ARCO IRIS, se había formado delante de ella, jamás en sus 8 años, había visto algo igual; este arco iris era grande, muy grande, luminoso y de colores muy profundos.
Conforme ella se acerca, este parece moverse cuaí si tuviera vida, ya muy cerquita de el, la niña estira la mano y se atreve a tocarlo... íes de cristal! Grita emocionada la niña y conforme lo ¿caricia el empieza a retorcerse y de pronto dice: ¡niña por favor, que me haces cosquillas!
Ella sorprendida v asustada, da un paso atrás, pero el arco iris un poco avergonzado por asustar a la nena, le dice: -niña, perdóname no quise asustarte y la niña responde: -perdóneme usted a mi, nunca debí tocarlo, pero parece usted de cristal transparentes y de colores, es muy bonito!
¡Bonita tú! Que has sabido descubrirme, pero cuéntame como te llamas y donde vives? -Me llamo Margarita y vivo en una casa de campo, cerc3 de aquí. -Margarita, te gustaría subir a las nubes???
Y en ese instante una pequeña puerta, se abre casi a los pies de la niña, ella empieza a subir una escalera gigante, mientras hablaba con el arco iris, observa que al lado de las escaleras, corre un pequeño riachuelo de aguas cristalinas y transparentes, ella curiosa, toca el agua... ¡está muy fría! Dice, -señor arco iris, y esta agua de donde viene, mi abuela decía que usted se tragaba el agua de las tempestades, para que no hubiera otro diluvio, es eso cierto? -cierto, Margarita, esa es una promesa del Creador.
Ya la niña había subido mucho en la escalera y a través del cristal del arco iris, podía mirar ios campos,, los sembradíos, ios pequeños bosquecillos, su casa ailá a lo lejos y hasta ia ciudad que se asomaba en el horizonte.
De pronto el arco iris, un poco atemorizado, le advierte a la niña casi a gritos: -Margarita, Margarita, es mejor que bajes rápido, me estoy desvaneciendo, recuerda que solo duro 15 minutos, anda tienes que apresurarte, adiós... -adiós, señor arco iris...
La niña baja presurosa y faltando 2 o 3 escalones por recorrer, cuando este desaparece y Margarita cae al suelo. Ella feliz, se levanta y echa a correr, había vivido la experiencia más bonita.....¡Todo parece un sueño! Se decía: ¡todo parece un sueño!
De pronto a lo lejos escucha la voz de su madre, llamándole: -Margarita, te has quedado dormida, leyendo, debajo de este árbol.
La niña alborozada, contaba a su madre, el espectacular sueño que había tenido con el arco iris de cristal.... -arco iris de cristal?... Escaleras hasta las nubes?... Riachuelo de aguas cristalinas?
-Margarita, tienes una imaginación desbordante, deberías de escribir un cuento, para tu clase de Español, te iría muy bien!
¡Así lo haré, mamá!

FIN

sábado, 22 de agosto de 2015

POETICAS DEL CUENTO - EDNODIO QUINTERO - TOMADO DEL LIBRO DE NARRATIVA Y NARRADORES

3. (POE)TICAS DEL CUENTO

Tal vez por haber escrito cerca de un centenar de cuentos, se me hace cuesta arriba hablar en abstracto de este género de la narrativa, tan seductor para quien se inicia en el arte de narrar y de tan difícil realización. Si hablo únicamente a partir de mi experiencia personal estaría dando cuenta de una poética, pero dejaría fuera los testimonios valiosísimos de una serie de escritores que se han referido a su oficio de cuentistas, algunas veces con una agudeza y percepción extraordinarias. Muchos de ellos han fundado retóricas, que, a decir verdad, tienen poca utilidad práctica. Pues sabemos que para escribir cuentos o novelasno existen recetas. Sin embargo, resulta estimulante, y a veces aleccionador observar cómo se desentrañan esas invenciones mínimas que son los cuentos, qué extraña energía los engendra, cuáles son sus características temáticas y estructurales, y el porqué de su inagotable fascinación.
Limitaremos nuestra exposición al llamado cuento moderno, es decir al género "inventado" por Edgar Alan Poe aunque también se le atribuyan otros padres como Chejov o Maupassant. Obviaremos una definición precisa o acomodaticiaque nos llevaría a una disputa bizantina, pues, aunque podamos distinguir con relativa facilidad un cuento de cualquier otra forma de narración, la definición del mismo resulta siempre insatisfactoria. Cierto, se trata de una paradoja, pero existen las paradojas, ¿verdad? En ausencia de una correcta definición iremos al concepto mismo, y así señalaremos de entrada las características de este novedoso género fijadas por su propio inventor (Poe)—, y ellas nos servirán de eje para la discusión. Estas son: 1) La brevedad; 2) La estructura cerrada; 3) La economía de medios; 4) La manipulación del lenguaje —con el fin de obtener un determinado efecto en el lector. Sin embargo, no optaremos por el análisis de cada una en particular, sino que —siguiendo nuestro método impresionista— intentaremos desde diversos ángulos una aproximación general. Y si nos valemos de un lenguaje figurado, es con el único propósito de hacer más comprensible nuestra exposición.


3.1. AFIRMACIONES O RETORICAS DE MANUAL

3.1.1.    FLASH
Casi todos los cuentistas hablan de la concepción de un cuento como si se tratara de una revelación. La idea los asalta en plena faena amorosa o en el instante de abordar un tren. Se produce una conmoción —tal vez espiritual— que el escritor intentará ese mismo día o quince años después expresar en un escrito. Para lograr tal objetivo o para librarse de la obsesión, recurrirá a un artilugio mental, es decir a la manipulación de símbolos capaces de reproducir en el lector una emoción semejante a la experimentada por el escritor. No estoy muy seguro de que todos los cuentos tengan este origen singular, y no veo la utilidad de hacer una encuesta —que incluiría, de paso, la contratación de un médium— para aclarar mis dudas al respecto. Algunos cuentos son previamente soñados, otros surgen de una asociación casual, otros de una operación netamente intelectual. Lo que importa, creo, no es tanto el origen o la concepción sino la puesta en escena de aquel chispazo, sueño, capricho o revelación.

3.1.2.    MINIATURAS
En contraste con la labor del novelista —que podría asimilarse a la de un arquitecto—, se dice que un buen cuentista es un joyero o miniaturista. Trabaja con las herramientas del lenguaje y está impelido a obtener de ellas el mejor efecto, a crear una forma única y tal vez bella. Esta condición implica la brevedad —es decir la exposición del tema en un espacio reducido. Pocas palabras, pocas páginas. Aquí las digresiones están proscritas. Y en consecuencia, el lenguaje deberá estar cargado de significación. Aunque la brevedad es un concepto relativo, existe un acuerdo que podríamos llamar "de recorrido", según el cual un cuento debería ser leído de un solo tirón. Y esta modalidad de lectura está asociada con el efecto —sorpresa o extrañamiento— que la narración debería producir en el receptor. Digamos, por señalar una frontera imprecisa, que treinta páginas sería un límite peligroso.

3.1.3. LA IMAGEN FOTOGRÁFICA    
También por contraste y asociación se intenta caracterizar el cuento relacionándolo con una fotografía, así como la novela se puede relacionar con una película. Una imagen única (la foto) versus una serie de imágenes en movimiento (el film). La comparación resulta pertinente —por gráfica y metafórica. Habrá que definir, sin embargo, las cualidades de esa foto única. Descartemos un fotograma extraído de un film —un cuento no puede ser un fragmento de novela. Descartemos una foto tomada al azar —cualquier narración breve no merece llamarse cuento. La foto en cuestión debe ser significativa en sí misma, contener los elementos narrativos potenciados al máximo. El fotógrafo debe elegir el mejor ángulo, quizá el más sugestivo, un escorzo o una toma en picada. Debe hacer resaltar algún objeto clave, capaz de convertirse en símbolo, pues, ya se sabe, lo simbólico produce sensación de realidad. El enfoque y la profundidad de campo son elementos indispensables para una lectura correcta del sujeto de la representación. Ojo con la iluminación: mantenga en lo posible una zona de penumbra, deje que el espectador imagine la fiera agazapada tras ese seto que permanece en segundo plano. Asegúrese de la apertura correcta del diafragma y de la adecuada velocidad —tiempo de exposición. Y ahora encomiéndese a uno de sus dioses particulares —Poe, Borges, Cortázar, Carver. Buena suerte y click.

3.1.4. TEOREMAS Y FIGURAS.
Un cuento es una apuesta geométrica: el planteamiento y la deducción de un teorema. Se parte de una premisa básica y nos precipitamos a través del  corredor del lenguaje hacia la demostración. Como en la geometría, en la escritura de un cuento trabajaremos con elementos muy concretos, aquellos propios de la narrativa —reduciendo a un mínimo la función denotativa del lenguaje, extrayendo de cada palabra el máximo de significación.
También un cuento es una figura, un círculo o tal vez una esfera, cuyas lineas estarán siempre sometidas a un proceso de tensión. En este sentido, más allá de los contenidos implícitos en el tema del cuento —es decir de aquéllos encaminados a ilustrar algún conflicto existencial—, podemos afirmar que en éste predomina lo estético. De allí su condición de objeto gratuito o de artefacto al servicio del placer. De ahí su inutilidad y su esplendor.

3.1.5.    LA AMENAZA Y LA SOSPECHA:
Como en ningún otro campo de la escritura, en el cuento el lector es un ser activo, que debe mantener sus sentidos en alerta permanente. Luz roja y ojos bien abiertos. Sospechando de cada palabra, analizando cada frase sin por ello detenerse a respirar. Siempre amenazado y perseguido por el torrente verbal, danzando hipnotizado al ritmo de la narración, sujeto a la página como si ésta estuviese imantada. Prisionero en esa red urdida por el narrador hasta que la frase final lo libere. Si el lector experimenta alguna forma de emoción, si en su mundo —el que sea— se ha producido un cierto viraje —por mínimo que pudiera ser—, la amenaza se habrá cumplido.
El escritor de cuentos, que debería ser el más consumado manipulador, se esforzará para que la sospecha y la amenaza estén presentes como hilos —de acero— invisibles a lo largo de la narración. En ningún momento soltará la rienda, pues la fuga —o la mera distracción— del lector echará por tierra los presupuestos de su invención. Recordar que si el lector actúa como un detective tenaz, el escritor deberá mostrar las habilidades y la sagacidad de un inteligente criminal. Es él quien fija las reglas del juego. (Toda esta perorata se podría resumir en una sola palabra: tensión.)

3.1.6.    LINEAS DE TENSIÓN
Aunque no existen recetarios para tensar el lenguaje narrativo, nos atrevemos a señalar ciertas estrategias mínimas que tal vez nos den algunas pistas en este fascinante y difícilísimo arte de escribir cuentos. 1) Eliminar cualquier ripio, casi todo sobra en un cuento; 2) La primera frase debería plantear un dilema —o al menos un asunto de interés; 3) Dosificar la información, dar cada vez un nuevo dato —en apariencia más importante que el anterior. Si se quiere dibujar una línea de tensión y si utilizamos como ejemplo a un cazador, la secuencia en que éste cobra las presas debería comenzar por la perdiz, pasar por el pato y el venado hasta llegar al fantástico dragón; 4) Las pistas falsas, que se develan sobre la marcha o preferiblemente al final, irritan al lector y lo retan a mantenerse atento a la narración; 5) El doble sentido es también motivo de irritación y acentúa la sospecha. Crea, al igual que las pistas falsas, una sensación y hasta un clima de suspenso; 6) Evitar la tentación de lo descriptivo, el paisaje es apenas un telón de fondo. A menos que en la forma —de hocico de perro, por ejemplo— de una colina se esconda alguna clave, guarde sus instrumentos de dibujo para otra ocasión; 7) La atemporalidad dará a la narración cierto aire metafísico, pues la literatura de ficción sólo tiene lugar en la mente; 8) No se aparte, ni siquiera para ir al baño, del objeto de su narración; 9) Si reserva una sorpresa como golpe final, recuerde que desde Poe los lectores han sido entrenados para desentrañar los más enrevesados acertijos. Es preferible cerrar el cuento con "otra vuelta de tuerca" o con una proposición ambigua —y sugestiva— , y en los casos más afortunados con una propuesta que deje la solución en manos del lector; 10) Mantener a toda costa la coherencia: causa y efecto son los eslabones que sostienen la narración; y 11) Si desea convertirse en un cuentista original, es decir en usted mismo, no haga caso de ninguna de las recomendaciones anteriores.

3.1.7. LA FLECHA Y EL CINCEL
El efecto de un cuento, es decir toda su carga semántica, es decir toda la energía acumulada en su intención, debe apuntar a la sensibilidad del lector. Ya se sabe, el arquero, etcétera... Y cuando el lector acusa el efecto, cuando ha sido víctima de la manipulación, una marca se dibujará en su cerebro, una impronta tal vez imperecedera se incorporará al variado caudal de su memoria. (Al menos en teoría, es ésta la intención de un buen arquero, quiero decir de un cuentista. Pero, de mejor intenciones está empedrado el camino del infierno. Pero, las piedras adquieren forma y textura si se las trabaja—a fondo y tenazmente con un cincel)
Aquí el cincel es una metáfora del oficio del cuentista. La concepción del cuento —que a veces resulta ser un regalo del cielo— es apenas el comienzo. La piedra está ahí, bruta y sin desbastar, pero contiene en sí misma —al igual que un bloque de granito para un escultor— la figura que ya se ha dibujado en la mente del escritor. Y al cuentista de marras le corresponde ahora, si aspira de verdad a extraer y revelar aquella criatura de la imaginación, trabajar y trabajar pero no será el esfuerzo de picapedrero el que habrá de recompensarlo, sino su habilidad y su astucia y su paciencia para hacer que cada detalle de su elaboración se corresponda con la mayor exactitud y precisión con la figura primigenia apenas entrevista en un instante de fugaz inspiración.

3.1.8. UN MUNDO CERRADO -TRIANGULAR
Se afirma que el cuento debe ceñirse a un hecho y a un número reducido de personajes —acaso un único personaje. Y que se cumple en un espacio delimitado en el cual el tiempo se ha comprimido. Estas condiciones exigen una trama casi aritmética. Impecable. Y emparentan el género con las narraciones policiales. No es casual que esto suceda, pues ambos géneros (el cuento y el policial) tienen un padre común. Podemos afirmar entonces que el cuento se satisface a si mismo, que es un objeto autárquico sometido a las leyes que se generan en el transcurso de su cabal ejecución. Y si vemos la trama como una figura, ésta tendrá una forma de red triangular, en la cual tirando de cada uno de los extremos, encerrados en una serie de relaciones de mutua dependencia, se hallan el autor, el (los) personaje (s) y el lector. La eficacia de un cuento dependerá, en último término, del tramado de la red. Es decir, será el Lenguaje narrativo con su poder de productor de símbolos el que hará posible la interrelación. Y es por ello que aquí la brevedad —como condición sine qua non del cuento— se deberá asociar no a la economía de lenguaje sino al rigor y la precisión. En otras palabras: a su funcionalidad. El mundo cerrado —y reducido a una escala conven-cional— del cuento, se justificará a sí mismo como un objeto cargado de energía capaz de desencadenar alguna forma tal vez desconocida de emoción.

3.2. NEGACIONES O LA ESTRATEGIA DEL CAMALEÓN
En el transcurso de esta exposición me vi asaltado por una serie de dudas, que se podrían sintetizar asi: estás lloviendo sobre mojado, pues no has aportado ninguna idea para la comprensión del arte de escribir cuentos. Te has limitado a dar vueltas en torno a la retórica de su composición. Sí, es verdad, tengo la impresión de haber perdido el tiempo y de haberlos ocupado a ustedes en una tarea inútil. Pues, con algunas variantes, las pocas ideas esbozadas hasta ahora pueden ser encontradas en cualquier manual. Quizá por temor a extraviarme, tomé el camino trillado —y seguro— de la tradición. Tal vez por carecer de seguridad en este asunto, me he colgado del fantasma de Mr. Edgar Alan Poe.
Sucede, amigos míos, que a esta altura del partido ya no me satisfacen las formas tradicionales del cuento: ese traje de fierro en el cual se hace difícil respirar. Y pienso —si es que aún me quedan pensamientos— que un narrador nacido en la era nuclear debería explorar otras formas, crear en la medida de sus posibilidades su propia tradición. Y en este sentido deberá esforzarse por romper las ataduras con el pasado, aun cuando éste lo seduzca con su brillo y esplendor. Pues si permanece, por miedo o comodidad, atado al carro de los muertos, su mundo se volverá pálido y ceniciento, la inercia lo carcomerá. Entonces, ¿qué? ¿Deberá comenzar desde cero? ¿Semejante a un nuevo Adán en un paraíso de chatarra, pondrá otra vez nombre a las cosas y a las bestias, fabulará? Esto se llama kausiantil y aquel pájaro sólo canta cuando ve llorar a la mujer de Eniú. Ese tru se baña en el polen almibarado del axicliniú. Sí y sí. Aprender a des-escribir, borrar todas las pistas, re-comenzar. Sí, ¿por qué no? Warum nicht? ¿Cuál es el buey, mon cher ami? Oh, yes, my little friend. Hacer trizas los moldes, apostar no a un "éxito" asegurado por la bendición tibia de nuestros antepasados, sino al único caudal, propio e inalienable, de la invención.
Cierto, se seguirán escribiendo cuentos tradicionales. Mientras existan consumidores ávidos, la mercancía no debe faltar. Ustedes y yo mismo contribuiremos al bazar. Pero, ¿acaso el lector —de cuentos— no es un invento del escritor? (Borges dixit). Y al escritor, ¿quién lo inventó? La psiquis colectiva —responderán a coro. Sí, ya me pillaron, como alumnos aplicados aprendieron la lección. Pero el escritor no es un instrumento ciego al servicio de ninguna causa. Es un ser libre, creo yo. Al menos dentro de su laboratorio puede ejercer su libertad. Quiero decir que aun cuando no se le reconozca como cantante puede entonar su canción, a viva voz —bajo la ducha. O como lo dijera con la suya, potente y enronquecida por el alcohol, Malcom Lowry: "Yo soy el camarero principal de mi destino, yo soy el fogonero de mi alma".
Entiendo que ya me estoy saliendo del tema inicial de la exposición. Pero aún me mantengo dentro de la zona que creemos compartir: la narrativa. Sólo hemos roto el protocolo —y el formato.

Entonces, ¿cuál es el sentido de la perorata inicial?, preguntarán. Veré si puedo responderles. El escritor es un atleta, un solitario corredor de fondo —cuya meta ilusoria coincide con su propia desaparición. Un atleta quiere mantenerse en forma y no escatimará esfuerzo alguno para permanecer activo dentro de su carril. La gimnasia le enseñará a trabajar sus músculos hasta que por sí mismo encuentre el ritmo, la cadencia de su respiración. La gimnasia es un arte de la repetición, que consiste en esforzarse siguiendo ciertas pautas que no implican un peligro mayor. Pero una enloquecida carrera a campo traviesa, con la pista llena de baches traicioneros, surcando senderos propios de cabras, bordeando precipicios sin barandas de protección, exige un talante y resistencia y energía poco comunes. Tal vez lo más cómodo y sensato sería abandonar la carrera, en cuyo caso estaríamos atendiendo el consejo de Rilke: "Si puede vivir sin escribir, no escriba". Si aún persistimos —y si aspiramos, no a dejar la huella de nuestros pasos en las arenas movedizas de la posteridad, pues esto sería apostar a las miserias de la esperanza, sino al mero hecho de la sobrevivencia— tendremos que aceptar los riesgos y los retos de la travesía. Entonces, ¿hacer gimnasia? Sí. ¿Escribir cuentos? Sí, y guiones radiales y operetas y panfletos subversivos y cartas a la redacción. Sí, correr todos los riesgos, correr, correr. Escribir. Fabular. Inventar. Pues la escritura es una de las formas más puras del ejercicio pleno de la libertad.

martes, 18 de agosto de 2015

Microcuentos - Ednodio Quintero

Tatuaje - Ednodio Quintero
Cuando su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales, el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la boda, y ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta china y colorantes vegetales dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal.
La felicidad de la pareja fue intensa, y como ocurre en esos casos: breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del este. Y una tarde, frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marino emprendió el ansiado viaje a la eternidad. En la soledad de su aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto, y a ratos, como si en ello encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal.
El dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio esquiva y recatada, fue cediendo terreno. Concertaron una cita. La noche convenida ella lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal. 

Venganza - Ednodio Quintero 
Empezó con un ligero y tal vez accidental roce de dedos en los senos de ella. Luego un abrazo y el mirarse sorprendidos. ¿Por qué ellos? ¿Qué oscuro designio los obligaba a reconocerse de pronto? Después  largas noches y soleados días en inacabable y frenética fiebre.
Cuando a ella se le notaron los síntomas del embarazo, el padre enfurecido gritó: “Venganza”. Buscó la escopeta, llamó a su hijo y se la entregó diciéndole:
-Lavarás con sangre la afrenta al honor de tu hermana.
Él ensilló el caballo moro y se marchó del pueblo, escopeta al hombro. En sus ojos no brillaba la sed de venganza, pero sí la tristeza del nunca regresar. 

La vaca
Mi abuelo tenía una vaca que se alimentaba de morocotas. Un día la vaca amaneció muerta a la orilla del río y los zamuros se la comieron. Mi abuelo buscó la escopeta y se pasó el resto de su vida cazando zamuros.

Jinete
En mi pueblo vivía un loco que montaba un caballo de palo. Una noche, por encima de los tejados alumbrados por la luna, pasó una bruja encaramada en una escoba. El loco la vio pasar, y sin pensarlo dos veces clavó las espuelas al caballo. Nunca más supimos del jinete.

Muñeca
Cuando murió mi hermanita la enterramos junto con sus muñecas para que le hicieramos compañia. Transcurridos noventa años de aquel triste suceso, he llegado a convencerme de que las muertas fueron las muñecas, y enterramos también a mi hermanita para que les hiciera compañia.

A plomo
Una vieja beata que no conocía hombre soñó que hacía el amor con el diablo. Despertó y temprano fue a misa. Al regreso buscó la escopeta matatigres de su hermano, se la metió entre las piernas y se disparó dos tiros.

Coleccionistas
Un hombre coleccionaba alacranes y un alacrán coleccionaba hombres. Un día el azar los condujo a la misma encrucijada, y se conocieron. Hablaron de sus respectivos pasatiempos. Intercambiaron miradas comprensivas, ciertamente cargadas de codicia, pues vislumbraban la importancia de la nueva pieza a cobrar. Y se pusieron de acuerdo: cara o sello.

TV
Una niña vio en la TV el sacrificio de un bonzo. Entonces buscó su única muñeca, la bañó en gasolina y le dio fuego. Cuando llegaron los bomberos todo el barrio estaba en llamas.

Amputación
Los médicos decidieron amputarle la pierna pero el paciente se opuso. Dijo que conocía un remedio eficaz que lo sanaría en un par de semanas. Los médicos le advirtieron que la infección podría invadirle otros órganos. El enfermo mantuvo su posición y se aplicó el remedio con esmero...y ceguera, pues mientras la pierna mejoraba, el mal se ramificaba en todas direcciones.

La pierna sanó por completo, lo que no dejó de asombrar a los médicos. Sin embargo, considerando el triste estado del paciente, decidieron amputarle el resto del cuerpo...




El combate - Ednodio Quintero

El combate - Ednodio Quintero


El sol se hundía en las lejanísimas montañas coronadas de nieve, veteadas en los flancos por líneas verdosas, rayadas de carbón. Yo avanzaba a través de un sendero pedregoso dejando a mis espaldas mi rastro de sangre. Me detenía el tiempo justo para respirar y luego reanudaba mi implacable marcha pues no quería que la noche me sorprendiera a descampado. Abrigadas en las sombras, las fieras o las aves de rapiña me acosarían sin piedad, y en aquel estado de indefensión, ¿qué resistencia les iba a ofrecer? Moverme me causaba daño, ya que, prácticamente, ninguna región de mi cuerpo había escapado al castigo. A decir verdad, mis heridas no eran de muerte, pero este hecho no me consolaba. ¿Qué ventaja se derivaba de aquella circunstancia? Morir no era mi mayor preocupación. Ya habría tiempo para ocuparse del trance final.
Mientras avanzaba apoyándome en alguna raíz enterrada en los salientes rocosos, me invadía una rara sensación, semejante a la desilusión o la tristeza. No obstante, su verdadera naturaleza no era fácil de definir. Yo me había habituado a la derrota, mi destino estaba entretejido por la traición. Entonces, por qué habría de afligirme esta nueva caída siendo que ella no era más que una reiteración, otro eslabón en la cadena. Acaso, por primera vez, tuve conciencia de que aquel sentimiento, el que fuera, rebasaba mis propios límites y se precipitaba en el vacío.
Había librado un combate desigual, y supe desde el primer momento que no tenía la más mínima posibilidad de resultar vencedor. Pude eludir el encuentro pues nada me obligaba a someter mi cuerpo a semejante escarmiento. Sin embargo, una fuerza para mí desconocida sostuvo mi decisión.   —64→   ¿Acaso me solazaba en el dolor? No lo creo, no ha sido el dolor mi aspiración esencial. Al menos, voluntariamente, no me expongo a la crueldad. Ahora, ante mi piel desollada, de nada servían los pensamientos. Cualquier hipótesis resultaba superflua. Pero no podía dejar de pensar, al contrario, imágenes y voces fluían incontenibles, fustigándome y atormentándome, convirtiendo mi huida en un vía crucis mental.
Escuchaba la risa burlona del enemigo, escudado detrás de la máscara de hierro, y aquella risa endemoniada era preferible al silencio, pues opacaba su irritante respiración, silbante y persistente como el zumbido de un moscardón. Y cuando al fin cesaban la risa y el silencio, en algún lugar de mi memoria surgía nítida una figura familiar -cuyos rasgos habría reconocido entre una multitud. Se incorporaba en su tumba y me increpaba con palabras terribles, que llegaban a mí desfiguradas por la lejanía, astilladas por el viento de la eternidad, y que hacían vibrar mis oídos como una maldición. ¿Estaría yo condenado a oscilar el resto de mis días entre carcajadas de burla y voces muertas? A través de aquel odioso contrapunto se filtraba, débil -e inconfundible-, un sollozo. Yo había traspasado no sé cuántos umbrales del sufrimiento, pero el sonido de mi propio llanto no lo iba a soportar. Arranqué un puñado de hierba seca mezclada con tierra y taponé mi boca para sofocar mi voz. Y reanudé la marcha dispuesto a no dejarme arrebatar por ninguna imagen del pasado, pues sabía que en aquel territorio de cenizas, y no en mi cuerpo desvalido, se centraba mi debilidad.
Llegué a un promontorio desde el cual, los días claros, se alcanzaba a ver, en el fondo del valle, el techo de mi cabaña. Hoy, las nieblas ligeras que ascendían por el cañón como si huyeran de la noche cercana, lo ocultaban. Aceleré el paso. La noche no me alcanzó, tampoco el puma montañés. Mi refugio de paredes encaladas olía a tabaco y laurel. Yo pensaba que al entrar en mis dominios me derrumbaría a causa de la fatiga; más bien, gracias al cielo, sentí un alivio repentino como si me hubieran untado un bálsamo rejuvenecedor.   Pero no me hice ilusiones: sabía que el dolor no tardaría en volver, acrecentado por el relente del atardecer. Encendí el fogón, y a toda prisa, aprovechando las últimas luces y mis escasas fuerzas, calenté agua que fui vaciando en una tina y le agregué una libra de sal. Me hundí en aquel caldo salobre y pronto me quedé dormido. Soñé que sobrevolaba un paisaje de altísimos conos de ceniza, convertido en halcón. Aquellos parajes me eran desconocidos; sin embargo, por algún oscuro mecanismo de asociación me recordaban el escenario del combate.



Durante años había imaginado cada detalle del encuentro. Y me había entrenado minuciosamente, con esmero y dedicación dignos de un arquero zen. Nervios y músculos a punto, ni un gramo de grasa estorbaba mis movimientos. Yo saltaba y daba volteretas en el aire al igual que un trapecista consumado. Corría dos leguas sin detenerme un solo instante, y durante largos trechos sentía que las plantas de mis pies se apoyaban en una capa neblinosa situada a un palmo del suelo. Cuando ya la fecha se aproximaba ayuné tres días para desentumecer mi espíritu. El día fijado me levanté con el sol. Me zambullí en un pozo helado, di gritos de júbilo que resquebrajaron el hielo de un lejano glaciar. Y luego me golpeé la espalda, el vientre y los muslos con ramas de verbena. Desnudo e inerme acudí al escenario del combate. Una mancha de ceniza en el centro de mi frente me aseguraba un único espacio invulnerable.
La extensa planicie estaba vacía. El enemigo se haría esperar. Mientras lo aguardaba recordé que nada sabía de él. Su naturaleza y sus intenciones, su poder y su fuerza me eran ajenos. Su aspecto, inimaginable. Si surgiera del aire o de una repentina polvareda, tendría que aceptar su presencia sin ninguna objeción, pues yo mismo había elegido aquella forma singular de enfrentamiento.

La espera se prolongó hasta el mediodía. Cuando el sol alcanzó el cenit, lo vi venir. Remontaba la última cuesta que conducía a la planicie. Mi corazón retumbó como un tambor, y contra mi voluntad mis piernas se pusieron a temblar. Aquel ser que se acercaba caminando con dificultad no podía ser mi rival. De lejos parecía un adolescente, incluso un niño. A menos que se tratara de una confusión, alguien se estaba burlando de mí. El feroz combatiente que yo aguardaba se demoraba en llegar o quizá no llegaría nunca, y aquel otro no era más que un excursionista extraviado en la montaña, un solitario explorador en busca de un lugar para acampar. Ah, sí, ya no me quedaban dudas, a sus espaldas traía un morral. Tendría que esconderme detrás de una roca para ocultar mi desnudez. Un presentimiento me cortó la respiración: ¿no estaría yo inventando excusas para eludir el combate, pues quién sino mi enemigo iba a conocer la ruta hasta este desolado lugar? Haría ya siglos que por estos rumbos no se aventuraba ningún ser humano. ¿Era aquél un ser humano? Aun siéndolo, su aspecto frágil podía resultar engañoso. El hecho de que se doblara bajo el peso del morral no era en modo alguno signo de debilidad, pues muy bien podría traer acuestas una ametralladora con suficientes municiones como para aniquilar a un batallón, o quizás se trataba de una carga más contundente: un misil portátil, de aquellos que se guían por el calor. Mi cuerpo ardía como un diminuto sol.
El enemigo desapareció detrás de un matorral. Afiné la mirada y me puse en guardia, pues en cualquier momento te surgiría armado con su arsenal. Pasaba el tiempo y yo me impacientaba. Llegué a pensar en la posibilidad de un espejismo. La idea me desilusionó: sí todos mis preparativos habían resultado inútiles, ¿a quién iría ahora a ofrendar mi cuerpo pleno de energía, rebosante de vida e ilusión? Me alistaba para emprender el camino de regreso cuando lo vi avanzar en dirección al centro de la planicie, y se me hacía difícil creer que fuera el mismo adolescente que trepaba la cuesta con dificultad. Venía envuelto en luces que parecían brotar de su cuerpo, como si en la piel le crecieran espejos. Corrí a su encuentro y a medida que me acercaba el resplandor me enceguecía. Despojado de todo pensamiento, olvidado de mí mismo, iba yo lanzado como una mariposa nocturna hacia una fuente de luz. El primer golpe lo recibí en las rodillas, un golpe bajo, inesperado. Tuve la sensación de haber chocado contra una muralla tejida con alambre de púas. Sentí el desgarrón y recordé que a los caballos, en las batallas, les cortan los tendones. ¿Era yo un caballo? Trastabillé y caí, y antes de que intentara siquiera levantarme, un chorro de arena me encegueció por completo. Permanecí tendido sobre la hierba seca restregándome los ojos y aguardando la siguiente embestida. Imploré al cielo que el próximo golpe me partiera el corazón. Escuché entonces la risa, nerviosa e inquietante, y vislumbré con horror que la fiesta apenas comenzaba. Sobrevino un extenso silencio. Algo se dibujaba en el aire, una forma invisible, la sombra de un hacha tal vez. Una fuerza poderosa me haló hacia arriba, como si me tironearan de los pelos, y supe que estaba de pie. Di un par de pasos, lentos e inseguros. ¿Qué estaba sucediendo? No lo sabía. Moví los brazos buscando un asidero, al principio tanteando el aire con precaución, luego con furia. Tropecé otra vez con la alambrada. ¿Estaría acaso luchando contra un erizo o un puerco espín? Retiré mis brazos sangrantes y me quedé quieto. Imaginé por un instante que, me había convertido en estatua. Intenté abrir los ojos, pero mis párpados se negaban a obedecerme. Levanté el izquierdo con mi índice y vi una cortina rojo oscuro. Desistí y volví a las tinieblas. Muy cerca de mi hombro se dejó oír semejante a un fuelle, la respiración del enemigo. Resollaba. Tenía pulmones o branquias, ¿y corazón? Se me heló la sangre. ¿Qué estaría tramando aquel ser despiadado? Sentí en la frente un toque frío y di un paso atrás, brusco y violento, como si en la oscuridad me hubiera topado con una víbora. ¿Era una mano? Supongo que sí. La mano persistió en su propósito, y apartó con delicadeza un mechón de mi frente. Luego me acarició suavemente, de la misma manera que una madre acaricia el rostro de su hijo que delira por la fiebre. ¿Qué demonios estaba sucediendo allá afuera? ¿Sería aquel el espíritu rencoroso de mi madre que acudía a consolarme? ¿Con qué propósito? Sólo faltaba que se pusiera a cantar para confirmar mi sospecha. No, no era posible. Me negué a admitir aquella idea demencial, pues un espíritu muerto no se manifiesta a pleno sol, era yo el que deliraba. De repente una ola de alivio recorrió mi cuerpo, y aunque mi cerebro rechazaba tal sensación, no podía resistirme a la evidencia me dejé arrastrar al igual que un ser fatigado hasta el límite de sus fuerzas se entrega al sueño. De cualquier manera, yo estaba a merced del enemigo, y aquella tregua no pasaría de ser más que una nueva estratagema, un ardid tramado sólo para confundirme. El gato caza al ratón y juega con él, no tiene prisa, lo zarandea y luego lo suelta creándole la falsa ilusión de que puede escapar, lo atrapa de nuevo y el juego continúa. El ratón, como cualquier ser en peligro, forcejea, no se da por vencido, pero en el vaivén entre la fuga y las garras del cazador -seguro éste de haber cobrado su presa- segrega la enzima del terror que ablanda y endulza su sangre, sellando así, sin saberlo, su condena. ¿Sería yo un ratón? Ah, entonces me entregaría sin resistencia para envenenar a mi depredador. Llegado a este punto hice otro intento por abrir los ojos y, contra mis aprensiones, lo logré. Y vi el rostro del enemigo. Creí verlo.
No, no se trataba de un rostro. Hasta donde alcanzaba mi discernimiento, aquella forma que flotaba cerca de mí era una máscara de hierro. Dos estrechas ranuras horizontales a la altura de los ojos y una rejilla metálica en el lugar de la boca: un primer plano que cubría por completo mi ángulo de visión. Añoré mi ojo de pez. Quise saber quién se ocultaba tras la máscara, levanté los brazos y me preparé para el asalto. Creía que me bastaría un esfuerzo mediano para despojar a mi rival de aquella cerrazón. Mis manos, que buscaban algún broche o una escotilla, tropezaron contra una superficie sembrada de diminutos cuchillos. El dolor compitió con la rabia, y ambos avivaron el ardor de las otras heridas. Como si hubiera aguardado mi despertar, el enemigo interrumpió sus caricias y se alejó unos pasos. Y así lo pude ver en todo su esplendor, cubierto de la cabeza a los pies por una férrea caparazón. La armadura brillaba al sol, lanzaba destellos plateados, puñaladas de luz. El resplandor me fascinaba y me hacía olvidar mi precaria y miserable condición. Caminé otra vez en dirección a la luz y me abalancé sobre mi contrincante. Lo abracé como si hubiera reconocido en él a un hermano perdido hace tiempo en un naufragio. Las salientes de la armadura se adentraron en mi carne. Me retiré adolorido. De mi pecho, agujerado y tasajeado, manaba la sangre como de un surtidor. Observé que también mi adversario se hacía a un lado. Me esquivaba, tal vez se compadecía de mí, no lo sé. Tuve un raro pensamiento que, mientras persistió, convirtió mi mente en un infierno. El adolescente o quien fuere que se ocultaba en el traje de hierro no era mi enemigo, no luchaba ni quería luchar. Estaba allí, en la planicie, cumpliendo algún designio, para mí e incluso para él mismo, desconocido. La vestimenta pesada y sofocante que se ha visto obligado a usar le debe causar un indecible tormento, y con gusto, si pudiera, se libraría de ella. Imagino que no le está permitido exhibir su auténtica naturaleza, menos aún su desnudez, quizá teme que yo pueda dañar su delicada piel. Es él quien se protege de mí. Soy yo el agresor. A través de la estrecha ranura de la máscara su visión es limitada. Sólo verá los objetos más cercanos, el horizonte se le escapa. Quizá a causa de esa limitación fue que no pudo esquivar mi primera embestida. La última, creo que lo tomó por sorpresa. El razonamiento no carecía de lógica, pero la lógica no iba a aliviar mis heridas. Yo estaba ya suficientemente destrozado, y me daba igual que el daño me lo hubiera causado yo mismo o un siniestro vengador. No obstante, me preguntaba: ¿por qué se me castiga? ¿Acaso en un momento de distracción le había negado un vaso de agua a un peregrino que se detuvo a reposar en mi cabaña? ¿O quizá en sueños asesiné a un ruiseñor? Herido como estaba quería conocer uno solo de los motivos, el más insignificante, que me había hecho merecedor de semejante castigo. ¿Y si todo no fuera más que un equívoco? ¿Qué clase de torneo era aquel en el cual sólo yo recibía los golpes? Para averiguarlo tendría que intentar alguna forma de comunicación con mi rival. Caminé hacia él y de nuevo el reflejo de la armadura me encandiló. Pensé que si esperaba la llegada de la noche, la oscuridad apagaría el brillo cegador, la superficie se enfriaría, y de no ser por las aristas puntiagudas sería aquel un sitio agradable donde apoyar mi mejilla y dormir. Utilicé mi mano a manera de pantalla para amortiguar el torrente de luz, y de paso borré de mi memoria la silueta de una quimera que amenazaba convertirse en una imagen real. El enemigo se había sentado en una piedra, e inclinado sobre el suelo dibujaba en un espacio arenoso unos signos extraños. Utilizaba una varita como si se tratara de una plumilla. Me le acerqué de frente y mi sombra se proyectó sobre la inscripción. Me aproximé aún más, hasta casi rozarlo, quería ver. Observé que una de sus manos, la que dibujaba, sobresalía de la armadura, libre, sin protección, y me pareció fina y delicada, frágil en exceso. Seguro que esa mano fue la que apartó un mechón de mi frente y luego me acarició. La otra, en cambio, estaba recubierta por una manopla tachonada de clavos de acero con las puntas vueltas hacia afuera. Reconocí en la arena el ideograma chino de caos. Quise susurrar al oído del enemigo alguna frase grata, ofrecerle mis disculpas, pedirle tal vez que me revelara el enigma de nuestro encuentro. Que no se preocupara por mis heridas, ya cicatrizarán: el tiempo es un bálsamo, el mejor. Fue entonces cuando se volteó en mi dirección y pude ver durante una fracción de segundo, a través de la rendija de la máscara, el relampaguear de sus ojos. Pero no alcancé a vislumbrar siquiera el movimiento de la manopla lanzada como una coz contra mi rostro.
Caí boca arriba y vi un cielo rojo surcado por relámpagos, y antes de hundirme en la confusión aún tuve tiempo para pensar que mi proximidad al enmascarado había desencadenado un mecanismo involuntario: el resorte de una alarma se desató, de manera que el golpe me fue asestado sin intención. O, tal vez, a causa de su visión imperfecta, el anónimo guerrero confundió la mancha de ceniza en mi frente con una mosca y quiso librarme de ella aplastándola de un manotazo.
Lo que aconteció después pertenece al campo del olvido. Al recordarlo corro el riesgo de envenenar mi sangre con el rencor, pues ni siquiera las plantas de mis pies escaparon a la furia del vengador. ¿Para aquel miserable combate me había preparado durante tanto tiempo? Más me hubiera valido abrirme el vientre con un puñal mellado y arrojar mis entrañas a los perros. Basta. A fin de cuentas, si aún permanecía con vida, ¿qué había perdido? A lo sumo, la ilusión. Y ésta, al igual que el musgo que crece entre las piedras, se reproduce con el sol. Latencia, creo que así llaman al período durante el cual las fisuras que surcan las piedras ennegrecen. Late el corazón. Tendría ahora que enfrentarme al lento proceso de sobrevivir: en aquellos menesteres era yo un experto, un salvaje jabalí de las praderas huyendo del incendio que arrasó el bosque, la casa entre los árboles y el jardín.
Me levanté. Asunto terminado. Ya era tiempo de regresar. Me adentré en la planicie llevando el sol rojo como morral. Y mientras me alejaba escuché a mis espaldas un ruido metálico seguido de un sonido claro que confundí con una voz. Quizá el enemigo se había despojado de la máscara, ya no soportaba el calor, y en un extraño gesto de amabilidad se despedía de mí. Hasta luego, pues. Pero no me volví para verlo. No quise guardar para mis sueños futuros la imagen del rostro de aquel desconocido que, por la razón que fuese, me había causado tanto dolor.



Desperté bien entrada la mañana y chapoteé en la tina de agua salobre. Por la rendija de la puerta se filtraba un rayo de sol.


Un caballo amarillo - Ednodio Quintero

Un caballo amarillo - Ednodio Quintero


Si yo soñara que soy algo más que un caballo amarillo: despojado de resabios y relinchos, reducido a la infeliz condición de bípedo pensante, enfilaría mis pasos rumbo a la ciudad más cercana, aquella que se vislumbra allá en el extremo sur de la llanura, y en la cual afloran altas chimeneas oscuras manchando de hollín el cielo sin nubes de esta mañana de septiembre.

Me confundo entre la multitud sudorosa que sale del estadio. A empujones y codazos logro abordar un destartalado autobús repleto de escolares macilentos y ancianas desdentadas. A través de la ventanilla contemplo el desfile de árboles raquíticos que bordean la avenida. Un desconocido de rostro patibulario se me acerca sonriendo y me da una feroz patada en la espinilla. En silencio lo maldigo mientras me retuerzo como un gusano fulminado por un rayo de sol.

Desciendo en la esquina del mercado y me envuelve el olor a pescado podrido mezclado al vaho que asciende del fondo de las alcantarillas. Las moscas oscurecen el aire, y una rata asoma el hocico desde el bolsillo del saco de un mendigo ciego. Más allá, sentada en el umbral de una puerta rosada, una anciana prostituta se asolea las rodillas. Siento hambre, escarbo inútilmente en mi faltriquera, y me alejo poco a poco sin darme cuenta del sosegado ritmo de mis pasos.

Por un rato ando extraviado entre el humo de las fábricas, el ruido de los autos, el bullicio de los chicos que juegan al fútbol, las piernas rollizas de una mujer alta y rubia que arrastra un perro de pelaje oscuro. Y un viejo amigo que me saluda llorando. Otra vez escapo y creo refugiarme en la silenciosa intimidad de una iglesia. Me aturde la voz afeminada e irritante de un joven sacerdote, ojos azules y mejillas recién rasuradas, que agita un cristo con cara de perro regañado y vocifera en un idioma extraño, mezcla de latín; sánscrito y arekuna. Me escurro sigilosamente y vomito en la acera.
  
Casi sin interrupción me veo ahora sentado en un sofá, en la sala de unos parientes idiotas. Celebran mi visita con cuchicheos y sonrisas sesgadas. Me ofrecen café o té o limonada. Revolotean a mi alrededor como pájaros bobos. Recuerdan a la abuela asesinada durante una fiesta de carnaval de los años cincuenta y a la tía Margarita atacada de sarna perruna. Asqueado me despido, y con el golpe de la puerta comienzan, por tumo, torpemente, a enterrarme en la espalda los puñales que ocultaban entre sus vestiduras.

Afuera la tarde es una flor anaranjada desgajándose lentamente. Las puntas de mis zapatos mellados señalan el camino de regreso. Me resisto a pensar. Mi cerebro es una cueva blanquecina, limpia y desolada, en la que, a intervalos muy breves, se desliza una sombra. Apenas una sombra y el obstinado revolcarse del viento entre los árboles. Tarareo una melodía triste y desafinada, y desciendo por el callejón pateando una lata de cerveza.

Al llegar a mi casa me aguardan los gritos de mi mujer y el llanto de nuestros hijos. Mi mujer ha enflaquecido y los senos le cuelgan como una piltrafa. Los chicos tienen hambre. Patalean y me saltan encima y se me suben por todas partes como hormigas. Me derriban, aúllan y pisotean mi cuerpo fatigado. Entonces me despierto y libre ya de pesadillas me afinco en mis patas traseras, de un salto me levanto, relincho de contento, galopo y el viento sacude mis crines amarillas.


jueves, 13 de agosto de 2015

La muerte viaja a caballo - Ednodio Quintero

LA MUERTE VIAJA A CABALLO - Ednodio Quintero  

Al atardecer, sentado en la silla de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una extraña figura, oscura, frágil y alada volando en dirección al sol. Aquel presagio le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró a la sala. Y con un gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta resignación, descolgó la escopeta.
A horcajadas en un caballo negro, por el estrecho camino paralelo al río, avanzaba la muerte en un frenético y casi ciego galopar. El abuelo, desde su mirador, reconoció la silueta del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana, aprontó el arma y clavó la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia y jinete cruzaron la línea imaginaria del patio. Y el abuelo, que había aguardado desde siempre este momento, disparó. El caballo se paró en seco, y el jinete, con el pecho agujereado, abrió los brazos, se dobló sobre sí mismo y cayó a tierra mordiendo el polvo acumulado en los ladrillos.
La detonación interrumpió nuestras tareas cotidianas, resonó en el viento cubriendo de zozobra nuestros corazones. Salimos al patio y, como si hubiéramos establecido un acuerdo previo, en semicírculo rodeamos al caído. Mi tío se desprendió del grupo, se despojó del sombrero, e inclinado sobre el cuerpo aún caliente de aquel desconocido, lo volteó de cara al cielo. Entonces vimos, alumbrado por los reflejos ceniza del atardecer, el rostro sereno y sin vida del abuelo.

miércoles, 5 de agosto de 2015

La Oveja Negra - Augusto Monterroso

La Oveja Negra - Augusto Monterroso

Érase un país donde todos eran ladrones. Por la noche cada uno de los habitantes salía con una ganzúa y una linterna para ir a saquear la casa de un vecino. Al regresar al alba, cargado, encontraba su casa desvalijada.
Y todos vivían en concordia y sin daño, porque uno robaba al otro y éste a otro y así sucesivamente, hasta llegar al último que robaba al primero.
En aquel país el comercio solo se practicaba en forma de embrollo, tanto por parte del que vendía como del que compraba.
El Gobierno era una asociación creada para delinquir en perjuicio de los súbditos y, por su lado, los súbditos sólo pensaban en defraudar al gobierno.
La vida transcurría sin tropiezo, y no había ricos ni pobres. Pero he aquí que no se sabe cómo, apareció en el país un hombre honrado. Por la noche, en vez de salir con la bolsa y la linterna se quedaba en casa y leía novelas.
Llegaban los ladrones, veían la luz encendida y no subían.
Esto duró un tiempo, después hubo que darle a entender que si el quería vivir sin hacer nada, no era una buena razón para no dejar hacer a los demás. Cada noche que pasaba en casa era una familia que no comía al día siguiente.
Frente a estas razones el hombre honrado no podía oponerse. También él empezó a salir por las noches para regresar al alba, pero no iba a robar. Era honrado, no había nada que hacer. Iba hasta el puente y se quedaba allí, miraba pasar el agua. Volvía a casa y la encontraba saqueada.
En menos de una semana el hombre honrado se encontró sin un centavo, sin tener que comer, con la casa vacía. Pero hasta aquí no había nada que decir, porque era culpa suya; lo malo era que de ese modo suyo de proceder nacía un gran desorden. Porque él se dejaba robar todo y entretanto no robaba a nadie.
De modo que siempre había alguien que al regresar al alba encontraba su casa intacta: la casa que él hubiera debido desvalijar. El hecho es que al cabo de un tiempo los que no eran robados llegaron a ser más ricos que los otros y no quisieron seguir robando.
Y por otro lado, los que iban a robar la casa del hombre honrado la encontraban siempre vacía. De modo que se volvían pobres.
Los que se habían vuelto ricos se acostumbraron a ir también al puente por la noche, a ver correr el agua. Esto aumentó la confusión, porque hubo muchos otros que se hicieron ricos y muchos otros que se hicieron pobres. Pero los ricos vieron que yendo de noche al puente, al cabo de un tiempo, se volvían pobres y pensaron: "paguemos a los pobres para que vayan a robar por nuestra cuenta".
Se firmaron contratos, se establecieron los salarios, los porcentajes. Naturalmente, siempre eran ladrones y trataban de engañarse unos a otros. Pero como suele suceder, los ricos se hacían cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.
Había ricos tan ricos que ya no tenían necesidad de robar o de hacer robar para seguir siendo ricos. Pero si dejaban de robar se volvían pobres, porque los pobres les robaban.
Entonces pagaron a los más pobres de los pobres para defender de los otros pobres sus propias casas, y así fue como instituyeron la policía y construyeron las cárceles.
De esta manera, pocos años después del advenimiento del hombre honrado, ya no se hablaba de robar o de ser robados, sino sólo de ricos o de pobres; y, sin embargo, todos seguían siendo ladrones.

Honrado sólo había sido aquel fulano, y no tardó en morirse de hambre.

Ella acaba con ella - Juan José Millás

Juan José Millás: Ella acaba con ella
Ella tenía 50 años cuando heredó el antiguo piso de sus padres, situado en el casco antiguo de la ciudad y donde había vivido hasta que decidiera independi­zarse, hacía ya 20 años. Al principio pensó en alquilarlo o en venderlo, pero después empezó a conside­rar la idea de trasladarse a aquel lugar querido y detestado a la vez y, por idénticas razones, le parecía que aquella decisión podría reconciliarla consigo mis­ma, y con su historia, y de ese modo sería capaz de afrontar la madurez sin grandes desacuerdos, contem­plando la vida con naturalidad, sin fe, pero también sin esa vaga sensación de fracaso bajo cuyo peso había vivido desde que abandonara la casa familiar. Coque­teó con la idea durante algún tiempo, pero no tomó ninguna decisión hasta encontrar argumentos de or­den práctico bajo los que encubrir la dimensión sen­timental de aquella medida.
          El piso tenía un gran salón, de donde nacía un estrecho pasillo a lo largo del cual se repartían las ha­bitaciones. Al fondo había un cuarto sin ventanas, concebido como trastero, en donde ella —de joven— se había refugiado con frecuencia para leer o escuchar música. Se trataba de un lugar secreto, aislado, y comunicado con el exterior a través tan sólo de la queña puerta que le servía de acceso Decidió que rehabilitaría aquel lugar para las mismas funciones que cumplió en su juventud, y tiró todo lo que sus padres habían ido almacenando allí en los últimos años. Des­pués colocó en puntos estratégicos dos lámparas que compensaran la ausencia de luz natural, e instaló su escritorio de estudiante y el moderno equipo de músi­ca, recién comprado. Un sillón pequeño, pero cómo­do, y algunos objetos que resumían su historia com­pletaron la sobria decoración de aquel espacio.

Se dedicó después a limpiar el salón, sustitu­yendo los antiguos muebles de sus padres por objetos de línea más simple que eliminaran aquella sensación de ahogo. Tuvo problemas con algunos espejos, pues por un lado le gustaban, pero, por otro, le producían una sensación inquietante aquellas superficies azoga­das, en las que el tiempo parecía haber ido dejando un depósito que sugería la existencia de una forma de vida en el lado del reflejo. Finalmente decidió venderlos.
Clausuró después tres habitaciones —la de sus padres entre ellas—, en las que era muy impro­bable que necesitara entrar, y arregló la cocina, en donde parecía persistir también alguna tenue forma de vida que quizá se había creado a lo largo de los años con los gestos y los pasos y la mirada de su madre sobre aquellos dominios alicatados hasta el techo.
Cuando terminó las reformas que había pro­yectado, se sentó en el salón y se sintió vacía y ajena a todo aquello. Había violado un espacio que ya no era suyo para sentirlo propio, y ahora tenía la impresión de que nunca llegaría a acostumbrarse del todo a aquella casa cuyas puertas parecían abrir­se a otra persona y cuyas paredes —especialmente las del cuarto de baño y las de la cocina— exuda­ban una ligera humedad que sugería algún tipo de actividad orgánica en el interior de los muros.
En cualquier caso, decidió combatir la aversión con disciplina y, así, procuraba cocinar todos los días para que la casa se fuera impregnando de sus propios olores. Salía poco, pues no ignoraba que aquellos es­pacios rechazarían su amistad si no se sentían habita­dos de forma permanente.
Una vez que hubo dominado el salón y la coci­na, comenzó a recorrer con método el pasillo, que era una de las zonas más irreductibles de la vivienda. Y el pasillo la condujo al cuarto sin ventanas que había ha­bilitado para obtener mayores dosis de soledad o refu­gio que en el resto de la casa. Se retiraba a esta habita­ción a eso de media tarde, cuando la luz dudaba entre persistir o acabarse, y ponía su música preferida al tiempo que leía un libro o se perdía en ensoñaciones que la trasladaban sin orden ni diseño a una u otra época de su vida. Aquel cuarto, al que se accedía a tra­vés de una pequeña puerta situada al fondo del pasillo, acabó por convertirse en una burbuja en cuyo interior podía viajar a salvo de las asechanzas de la vida.
Así, pasaron algunos meses y la obsesión por el cuarto sin ventanas continuó creciendo a expensas de la zona más débil de ella, al tiempo que disminuía su interés por lo exterior. Y si bien es cierto que su ca­rácter práctico y su educación la libraron de caer en el abandono de todo cuanto no guardara relación con aquel cuarto, también es verdad que el agujero aquel reclamaba su presencia de un modo cada vez más apremiante. Le bastaba colocarse en la cabecera del pasillo para sentir que una fuerza invisible, pero cierta, tiraba de ella como un centro magnético conduciéndo­la dócilmente por el corredor hacia su oscuro destino.
Se sentaba en el sillón y oía músicas antiguas y leía antiguos libros o miraba fotografías que iban poco a poco levantando su propia imagen, la imagen de una mujer dura, aunque frágil, cuya vida podría haber sido distinta a lo que fue. Y así, entre ensueño y ensueño —sabiamente guiada por la música y por los objetos de otro tiempo— nació en aquella habitación un refle­jo de sí misma que al principio parecía amistoso, pero que al poco de formado comenzó a mostrar un lado hostil, independiente y acusador.
Intentó clausurar aquel espacio, vivir como si no existiera, pero apenas entraba en el pasillo sentía su poder de atracción y caminaba hacia él, hacia el en­cuentro consigo misma, como guiada por unos intere­ses ajenos, como si sus piernas, su mirada, su cuerpo, fueran manejados desde un centro de operaciones ex­terior a ella. Cuando aceptó que se trataba de una lucha desigual, se dejó vencer, pero enseguida su ca­rácter práctico le advirtió de que aquello conducía a la locura. Se vio a sí misma envejeciendo en aquel cuar­to, manteniendo conversaciones interminables con lo que no pudo ser, haciéndose cargo de una vida parale­la a la suya que vampirizaría todas sus energías, y el terror a esa imagen consiguió de nuevo levantarla del sillón y hacerla acudir a las zonas más templadas y lu­minosas de la vivienda.
Poco a poco, gracias de nuevo a sus antiguos reflejos disciplinarios, fue espaciando las visitas a aquel agujero, que era como el núcleo de una conciencia cuyos dictados parecían concernirla, y perdió el anti­guo hábito de acudir a él. Sin embargo, la otra —llena de ausencia— no paraba de gritar desde aquel cuarto sin ventanas, de manera que sus gritos traspasaban la pequeña puerta y galopaban —ciegos— por el pasillo en dirección al salón. Pensó que aquello era otra for­ma de locura y decidió entonces clausurar con ladri­llos el hueco de la puerta para dejar emparedado allí todo lo antiguo junto al reflejo de ella, junto a la otra, que quería crecer a cualquier precio ignorando que sólo se crece hacia la muerte.
Consiguió la cantidad de ladrillos y cemento necesarios para la operación y se puso a trabajar un domingo por la tarde. En apenas tres horas consiguió levantar un sólido muro que pareció borrar la existen­cia del cuarto. Todavía con la paleta en la mano, un poco sudorosa, observó los contornos de su obra y re­pasó las pequeñas imperfecciones de los bordes. Des­pués, agotada por el esfuerzo, se sentó y se quedó dor­mida.
Se despertó al poco, como sobresaltada por algo que estaba a punto de suceder, y el terror entró como una garra en su estómago porque advirtió que se encontraba en el lado del muro que se había pro­puesto clausurar. Para defenderse de aquella visión pensó que quizá seguía durmiendo o que tal vez ella era la otra, pero no le dio tiempo a averiguarlo por­que un dolor desconocido por su intensidad le mor­dió el pecho, a la altura del corazón, y cayó muerta sobre el suelo, junto a aquel muro que debería haber dividido su existencia y que ahora separaba dos espa­cios asimétricos y sin significado.
En fin.