El combate - Ednodio Quintero
El sol se hundía
en las lejanísimas montañas coronadas de nieve, veteadas en los flancos por
líneas verdosas, rayadas de carbón. Yo avanzaba a través de un sendero
pedregoso dejando a mis espaldas mi rastro de sangre. Me detenía el tiempo
justo para respirar y luego reanudaba mi implacable marcha pues no quería que
la noche me sorprendiera a descampado. Abrigadas en las sombras, las fieras o
las aves de rapiña me acosarían sin piedad, y en aquel estado de indefensión,
¿qué resistencia les iba a ofrecer? Moverme me causaba daño, ya que,
prácticamente, ninguna región de mi cuerpo había escapado al castigo. A decir
verdad, mis heridas no eran de muerte, pero este hecho no me consolaba. ¿Qué
ventaja se derivaba de aquella circunstancia? Morir no era mi mayor
preocupación. Ya habría tiempo para ocuparse del trance final.
Mientras
avanzaba apoyándome en alguna raíz enterrada en los salientes rocosos, me
invadía una rara sensación, semejante a la desilusión o la tristeza. No
obstante, su verdadera naturaleza no era fácil de definir. Yo me había
habituado a la derrota, mi destino estaba entretejido por la traición.
Entonces, por qué habría de afligirme esta nueva caída siendo que ella no era
más que una reiteración, otro eslabón en la cadena. Acaso, por primera vez,
tuve conciencia de que aquel sentimiento, el que fuera, rebasaba mis propios
límites y se precipitaba en el vacío.
Había
librado un combate desigual, y supe desde el primer momento que no tenía la más
mínima posibilidad de resultar vencedor. Pude eludir el encuentro pues nada me
obligaba a someter mi cuerpo a semejante escarmiento. Sin embargo, una fuerza
para mí desconocida sostuvo mi decisión. —64→ ¿Acaso me solazaba en el dolor? No lo creo, no ha
sido el dolor mi aspiración esencial. Al menos, voluntariamente, no me expongo
a la crueldad. Ahora, ante mi piel desollada, de nada servían los pensamientos.
Cualquier hipótesis resultaba superflua. Pero no podía dejar de pensar, al
contrario, imágenes y voces fluían incontenibles, fustigándome y
atormentándome, convirtiendo mi huida en un vía crucis mental.
Escuchaba
la risa burlona del enemigo, escudado detrás de la máscara de hierro, y aquella
risa endemoniada era preferible al silencio, pues opacaba su irritante
respiración, silbante y persistente como el zumbido de un moscardón. Y cuando
al fin cesaban la risa y el silencio, en algún lugar de mi memoria surgía
nítida una figura familiar -cuyos rasgos habría reconocido entre una multitud.
Se incorporaba en su tumba y me increpaba con palabras terribles, que llegaban
a mí desfiguradas por la lejanía, astilladas por el viento de la eternidad, y
que hacían vibrar mis oídos como una maldición. ¿Estaría yo condenado a oscilar
el resto de mis días entre carcajadas de burla y voces muertas? A través de
aquel odioso contrapunto se filtraba, débil -e inconfundible-, un sollozo. Yo
había traspasado no sé cuántos umbrales del sufrimiento, pero el sonido de mi
propio llanto no lo iba a soportar. Arranqué un puñado de hierba seca mezclada
con tierra y taponé mi boca para sofocar mi voz. Y reanudé la marcha dispuesto
a no dejarme arrebatar por ninguna imagen del pasado, pues sabía que en aquel
territorio de cenizas, y no en mi cuerpo desvalido, se centraba mi debilidad.
Llegué a
un promontorio desde el cual, los días claros, se alcanzaba a ver, en el fondo
del valle, el techo de mi cabaña. Hoy, las nieblas ligeras que ascendían por el
cañón como si huyeran de la noche cercana, lo ocultaban. Aceleré el paso. La
noche no me alcanzó, tampoco el puma montañés. Mi refugio de paredes encaladas
olía a tabaco y laurel. Yo pensaba que al entrar en mis dominios me derrumbaría
a causa de la fatiga; más bien, gracias al cielo, sentí un alivio repentino
como si me hubieran untado un bálsamo rejuvenecedor. Pero no me hice ilusiones: sabía que el dolor no
tardaría en volver, acrecentado por el relente del atardecer. Encendí el fogón,
y a toda prisa, aprovechando las últimas luces y mis escasas fuerzas, calenté
agua que fui vaciando en una tina y le agregué una libra de sal. Me hundí en
aquel caldo salobre y pronto me quedé dormido. Soñé que sobrevolaba un paisaje
de altísimos conos de ceniza, convertido en halcón. Aquellos parajes me eran
desconocidos; sin embargo, por algún oscuro mecanismo de asociación me
recordaban el escenario del combate.
Durante años
había imaginado cada detalle del encuentro. Y me había entrenado
minuciosamente, con esmero y dedicación dignos de un arquero zen. Nervios y
músculos a punto, ni un gramo de grasa estorbaba mis movimientos. Yo saltaba y
daba volteretas en el aire al igual que un trapecista consumado. Corría dos
leguas sin detenerme un solo instante, y durante largos trechos sentía que las
plantas de mis pies se apoyaban en una capa neblinosa situada a un palmo del
suelo. Cuando ya la fecha se aproximaba ayuné tres días para desentumecer mi
espíritu. El día fijado me levanté con el sol. Me zambullí en un pozo helado,
di gritos de júbilo que resquebrajaron el hielo de un lejano glaciar. Y luego
me golpeé la espalda, el vientre y los muslos con ramas de verbena. Desnudo e
inerme acudí al escenario del combate. Una mancha de ceniza en el centro de mi
frente me aseguraba un único espacio invulnerable.
La
extensa planicie estaba vacía. El enemigo se haría esperar. Mientras lo
aguardaba recordé que nada sabía de él. Su naturaleza y sus intenciones, su poder
y su fuerza me eran ajenos. Su aspecto, inimaginable. Si surgiera del aire o de
una repentina polvareda, tendría que aceptar su presencia sin ninguna objeción,
pues yo mismo había elegido aquella forma singular de enfrentamiento.
La espera se prolongó
hasta el mediodía. Cuando el sol alcanzó el cenit, lo vi venir. Remontaba la
última cuesta que conducía a la planicie. Mi corazón retumbó como un tambor, y
contra mi voluntad mis piernas se pusieron a temblar. Aquel ser que se acercaba
caminando con dificultad no podía ser mi rival. De lejos parecía un
adolescente, incluso un niño. A menos que se tratara de una confusión, alguien
se estaba burlando de mí. El feroz combatiente que yo aguardaba se demoraba en
llegar o quizá no llegaría nunca, y aquel otro no era más que un excursionista
extraviado en la montaña, un solitario explorador en busca de un lugar para
acampar. Ah, sí, ya no me quedaban dudas, a sus espaldas traía un morral.
Tendría que esconderme detrás de una roca para ocultar mi desnudez. Un
presentimiento me cortó la respiración: ¿no estaría yo inventando excusas para
eludir el combate, pues quién sino mi enemigo iba a conocer la ruta hasta este
desolado lugar? Haría ya siglos que por estos rumbos no se aventuraba ningún
ser humano. ¿Era aquél un ser humano? Aun siéndolo, su aspecto frágil podía
resultar engañoso. El hecho de que se doblara bajo el peso del morral no era en
modo alguno signo de debilidad, pues muy bien podría traer acuestas una
ametralladora con suficientes municiones como para aniquilar a un batallón, o
quizás se trataba de una carga más contundente: un misil portátil, de aquellos
que se guían por el calor. Mi cuerpo ardía como un diminuto sol.
El
enemigo desapareció detrás de un matorral. Afiné la mirada y me puse en guardia,
pues en cualquier momento te surgiría armado con su arsenal. Pasaba el tiempo y
yo me impacientaba. Llegué a pensar en la posibilidad de un espejismo. La idea
me desilusionó: sí todos mis preparativos habían resultado inútiles, ¿a quién
iría ahora a ofrendar mi cuerpo pleno de energía, rebosante de vida e ilusión?
Me alistaba para emprender el camino de regreso cuando lo vi avanzar en
dirección al centro de la planicie, y se me hacía difícil creer que fuera el
mismo adolescente que trepaba la cuesta con dificultad. Venía envuelto en luces
que parecían brotar de su cuerpo, como si en la piel le crecieran espejos.
Corrí a su encuentro y a medida que me acercaba el resplandor me enceguecía.
Despojado de todo pensamiento, olvidado de mí mismo, iba yo lanzado como una
mariposa nocturna hacia una fuente de luz. El primer golpe lo recibí en las
rodillas, un golpe bajo, inesperado. Tuve la sensación de haber chocado contra
una muralla tejida con alambre de púas. Sentí el desgarrón y recordé que a los
caballos, en las batallas, les cortan los tendones. ¿Era yo un caballo?
Trastabillé y caí, y antes de que intentara siquiera levantarme, un chorro de
arena me encegueció por completo. Permanecí tendido sobre la hierba seca
restregándome los ojos y aguardando la siguiente embestida. Imploré al cielo
que el próximo golpe me partiera el corazón. Escuché entonces la risa, nerviosa
e inquietante, y vislumbré con horror que la fiesta apenas comenzaba. Sobrevino
un extenso silencio. Algo se dibujaba en el aire, una forma invisible, la
sombra de un hacha tal vez. Una fuerza poderosa me haló hacia arriba, como si
me tironearan de los pelos, y supe que estaba de pie. Di un par de pasos,
lentos e inseguros. ¿Qué estaba sucediendo? No lo sabía. Moví los brazos
buscando un asidero, al principio tanteando el aire con precaución, luego con furia.
Tropecé otra vez con la alambrada. ¿Estaría acaso luchando contra un erizo o un
puerco espín? Retiré mis brazos sangrantes y me quedé quieto. Imaginé por un
instante que, me había convertido en estatua. Intenté abrir los ojos, pero mis
párpados se negaban a obedecerme. Levanté el izquierdo con mi índice y vi una
cortina rojo oscuro. Desistí y volví a las tinieblas. Muy cerca de mi hombro se
dejó oír semejante a un fuelle, la respiración del enemigo. Resollaba. Tenía
pulmones o branquias, ¿y corazón? Se me heló la sangre. ¿Qué estaría tramando
aquel ser despiadado? Sentí en la frente un toque frío y di un paso atrás,
brusco y violento, como si en la oscuridad me hubiera topado con una víbora.
¿Era una mano? Supongo que sí. La mano persistió en su propósito, y apartó con
delicadeza un mechón de mi frente. Luego me acarició suavemente, de la misma
manera que una madre acaricia el rostro de su hijo que delira por la
fiebre. ¿Qué demonios estaba sucediendo allá afuera? ¿Sería aquel el espíritu
rencoroso de mi madre que acudía a consolarme? ¿Con qué propósito? Sólo faltaba
que se pusiera a cantar para confirmar mi sospecha. No, no era posible. Me
negué a admitir aquella idea demencial, pues un espíritu muerto no se
manifiesta a pleno sol, era yo el que deliraba. De repente una ola de alivio
recorrió mi cuerpo, y aunque mi cerebro rechazaba tal sensación, no podía
resistirme a la evidencia me dejé arrastrar al igual que un ser fatigado hasta
el límite de sus fuerzas se entrega al sueño. De cualquier manera, yo estaba a
merced del enemigo, y aquella tregua no pasaría de ser más que una nueva
estratagema, un ardid tramado sólo para confundirme. El gato caza al ratón y
juega con él, no tiene prisa, lo zarandea y luego lo suelta creándole la falsa
ilusión de que puede escapar, lo atrapa de nuevo y el juego continúa. El ratón,
como cualquier ser en peligro, forcejea, no se da por vencido, pero en el
vaivén entre la fuga y las garras del cazador -seguro éste de haber cobrado su
presa- segrega la enzima del terror que ablanda y endulza su sangre, sellando
así, sin saberlo, su condena. ¿Sería yo un ratón? Ah, entonces me entregaría
sin resistencia para envenenar a mi depredador. Llegado a este punto hice otro
intento por abrir los ojos y, contra mis aprensiones, lo logré. Y vi el rostro
del enemigo. Creí verlo.
No, no se
trataba de un rostro. Hasta donde alcanzaba mi discernimiento, aquella forma
que flotaba cerca de mí era una máscara de hierro. Dos estrechas ranuras
horizontales a la altura de los ojos y una rejilla metálica en el lugar de la
boca: un primer plano que cubría por completo mi ángulo de visión. Añoré mi ojo
de pez. Quise saber quién se ocultaba tras la máscara, levanté los brazos y me
preparé para el asalto. Creía que me bastaría un esfuerzo mediano para despojar
a mi rival de aquella cerrazón. Mis manos, que buscaban algún broche o una
escotilla, tropezaron contra una superficie sembrada de diminutos cuchillos. El
dolor compitió con la rabia, y ambos avivaron el ardor de las otras heridas.
Como si hubiera aguardado mi despertar, el enemigo interrumpió sus caricias y se alejó unos
pasos. Y así lo pude ver en todo su esplendor, cubierto de la cabeza a los pies
por una férrea caparazón. La armadura brillaba al sol, lanzaba destellos
plateados, puñaladas de luz. El resplandor me fascinaba y me hacía olvidar mi
precaria y miserable condición. Caminé otra vez en dirección a la luz y me
abalancé sobre mi contrincante. Lo abracé como si hubiera reconocido en él a un
hermano perdido hace tiempo en un naufragio. Las salientes de la armadura se
adentraron en mi carne. Me retiré adolorido. De mi pecho, agujerado y
tasajeado, manaba la sangre como de un surtidor. Observé que también mi
adversario se hacía a un lado. Me esquivaba, tal vez se compadecía de mí, no lo
sé. Tuve un raro pensamiento que, mientras persistió, convirtió mi mente en un
infierno. El adolescente o quien fuere que se ocultaba en el traje de hierro no
era mi enemigo, no luchaba ni quería luchar. Estaba allí, en la planicie,
cumpliendo algún designio, para mí e incluso para él mismo, desconocido. La
vestimenta pesada y sofocante que se ha visto obligado a usar le debe causar un
indecible tormento, y con gusto, si pudiera, se libraría de ella. Imagino que
no le está permitido exhibir su auténtica naturaleza, menos aún su desnudez,
quizá teme que yo pueda dañar su delicada piel. Es él quien se protege de mí.
Soy yo el agresor. A través de la estrecha ranura de la máscara su visión es
limitada. Sólo verá los objetos más cercanos, el horizonte se le escapa. Quizá
a causa de esa limitación fue que no pudo esquivar mi primera embestida. La
última, creo que lo tomó por sorpresa. El razonamiento no carecía de lógica,
pero la lógica no iba a aliviar mis heridas. Yo estaba ya suficientemente
destrozado, y me daba igual que el daño me lo hubiera causado yo mismo o un
siniestro vengador. No obstante, me preguntaba: ¿por qué se me castiga? ¿Acaso
en un momento de distracción le había negado un vaso de agua a un peregrino que
se detuvo a reposar en mi cabaña? ¿O quizá en sueños asesiné a un ruiseñor?
Herido como estaba quería conocer uno solo de los motivos, el más
insignificante, que me había hecho merecedor de semejante castigo. ¿Y si
todo no fuera más que un equívoco? ¿Qué clase de torneo era aquel en el cual
sólo yo recibía los golpes? Para averiguarlo tendría que intentar alguna forma
de comunicación con mi rival. Caminé hacia él y de nuevo el reflejo de la
armadura me encandiló. Pensé que si esperaba la llegada de la noche, la
oscuridad apagaría el brillo cegador, la superficie se enfriaría, y de no ser
por las aristas puntiagudas sería aquel un sitio agradable donde apoyar mi
mejilla y dormir. Utilicé mi mano a manera de pantalla para amortiguar el
torrente de luz, y de paso borré de mi memoria la silueta de una quimera que
amenazaba convertirse en una imagen real. El enemigo se había sentado en una
piedra, e inclinado sobre el suelo dibujaba en un espacio arenoso unos signos
extraños. Utilizaba una varita como si se tratara de una plumilla. Me le
acerqué de frente y mi sombra se proyectó sobre la inscripción. Me aproximé aún
más, hasta casi rozarlo, quería ver. Observé que una de sus manos, la que
dibujaba, sobresalía de la armadura, libre, sin protección, y me pareció fina y
delicada, frágil en exceso. Seguro que esa mano fue la que apartó un mechón de
mi frente y luego me acarició. La otra, en cambio, estaba recubierta por una
manopla tachonada de clavos de acero con las puntas vueltas hacia afuera.
Reconocí en la arena el ideograma chino de caos. Quise susurrar al oído del
enemigo alguna frase grata, ofrecerle mis disculpas, pedirle tal vez que me
revelara el enigma de nuestro encuentro. Que no se preocupara por mis heridas,
ya cicatrizarán: el tiempo es un bálsamo, el mejor. Fue entonces cuando se
volteó en mi dirección y pude ver durante una fracción de segundo, a través de
la rendija de la máscara, el relampaguear de sus ojos. Pero no alcancé a
vislumbrar siquiera el movimiento de la manopla lanzada como una coz contra mi
rostro.
Caí boca
arriba y vi un cielo rojo surcado por relámpagos, y antes de hundirme en la
confusión aún tuve tiempo para pensar que mi proximidad al enmascarado había
desencadenado un mecanismo involuntario: el resorte de una alarma se desató, de manera que el golpe me fue asestado sin
intención. O, tal vez, a causa de su visión imperfecta, el anónimo guerrero
confundió la mancha de ceniza en mi frente con una mosca y quiso librarme de
ella aplastándola de un manotazo.
Lo que
aconteció después pertenece al campo del olvido. Al recordarlo corro el riesgo
de envenenar mi sangre con el rencor, pues ni siquiera las plantas de mis pies
escaparon a la furia del vengador. ¿Para aquel miserable combate me había
preparado durante tanto tiempo? Más me hubiera valido abrirme el vientre con un
puñal mellado y arrojar mis entrañas a los perros. Basta. A fin de cuentas, si
aún permanecía con vida, ¿qué había perdido? A lo sumo, la ilusión. Y ésta, al
igual que el musgo que crece entre las piedras, se reproduce con el sol.
Latencia, creo que así llaman al período durante el cual las fisuras que surcan
las piedras ennegrecen. Late el corazón. Tendría ahora que enfrentarme al lento
proceso de sobrevivir: en aquellos menesteres era yo un experto, un salvaje
jabalí de las praderas huyendo del incendio que arrasó el bosque, la casa entre
los árboles y el jardín.
Me
levanté. Asunto terminado. Ya era tiempo de regresar. Me adentré en la planicie
llevando el sol rojo como morral. Y mientras me alejaba escuché a mis espaldas
un ruido metálico seguido de un sonido claro que confundí con una voz. Quizá el
enemigo se había despojado de la máscara, ya no soportaba el calor, y en un
extraño gesto de amabilidad se despedía de mí. Hasta luego, pues. Pero no me
volví para verlo. No quise guardar para mis sueños futuros la imagen del rostro
de aquel desconocido que, por la razón que fuese, me había causado tanto dolor.
Desperté bien
entrada la mañana y chapoteé en la tina de agua salobre. Por la rendija de la
puerta se filtraba un rayo de sol.
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